Debido a la muerte de uno de mis escritores favoritos (y, principalmente, al hecho de que no se me ocurría nada sobre qué hablar esta semana, tengo que admitir), se me ocurrió la idea de dejarles un cuento de Mario Benedetti, donde deja en evidencia su visión sobre la muerte con una perspectiva humristica como nos tenía acostumbrados. Ya que creo que la mejor manera de recordar al escritor uruguayo es dejar que sus palabras hablén por nosotros. ¡Saludos gente!
"La muerte es una joda"
Gerardo: ¿qué tal? Estoy en México, distrito federal, o mejor dicho DF, para evitar la rima en la prosa, algo que, según recuerdo, figura entre tus alergias de lector. Hace quince días que llegué y tal vez me quede (ya te indicaré más adelante el porqué de esa inseguridad) quince días más. Como siempre que me sumerjo en esta combinación poshispana, ya me desmayé en dos ocasiones (una vez fue en la bañera y otra junto a la cama de este simpático hotel de tres estrellas), sin que nadie acudiera a socorrerme, y al cabo de cinco o diez minutos (no llevo conmigo un desmayómetro) resucité sin mayores consecuencias físicas. Y digo físicas, porque cada vez que me desmayo en México (en otros puntos del planeta sólo me desmayé una vez: a la vista del óleo con los zapatos de Cezanne, pero fue de emoción incontrolada), digo que cada vez que me desmayé en México DF, tengo la impresión de que en el alma me sale una verruga. Vos que sos licenciado en psicología tal vez puedas responderme: ¿existen las verrugas espirituales? Ustedes no las llaman así, ya lo sé, sería demasiado comprensible para vuestros inermes pacientes, pero yo, como no-licenciado en psicología, las llamo verrugas y se acabó.
De esta ciudad, en la que uno tiene la impresión de que vive media humanidad y que siempre está cubierta de humo o de bruma o de neblina, me gusta la gente, ufana y desenvuelta, con un enigmático mohín indígena, habituada al inevitable deterioro de sus pulmones y a la comparecencia pretérita y actual (y casi seguramente venidera) de los vecinos del norte que les robaron buena parte de su territorio. Los yanquis son en México la otra contaminación. Los aman y los odian. Es tan raro, che. Tengo aquí amigos entrañables a los que nunca les digo ni les escribo semejantes pelotudeces, acaso injustas. Sé que no escribís a los amigos (y menos aún a los enemigos), me consta que sos un estreñido postal, pero ahora la humanidad se ha vuelto cibernauta, podrías agenciarte un modesto Windows 95 (todavía no el 98) para hacernos saber, en uso y abuso del e-mail, de tu vida y milagros, de tu tenaz y casi fanática solteronía, de tu siempre actualizada profesión, que tanta atracción ejerce sobre los inexpertos catalanes y madrileños. Ya sé que los analistas porteños han copado el mercado peninsular, pero vos te metiste de a poco en ese ruedo casi exclusivo y ya tenés más pacientes (y sobre todo impacientes) que los coleccionados por el viejito Freud en su largo campeonato.
Pero ahora te estampo una consulta en serio, cuya respuesta a distancia confío no genere honorarios, debido 1) a nuestra larga, fecunda y leal amistad, 2) a que los giros bancarios suelen extraviarse, y 3) a que nunca creí demasiado en el psicoanálisis. Carajo, pensarás con toda razón, ¿y entonces para qué me consulta este tilingo? Bueno, en realidad este tilingo te consulta, no como reputado profesional, sino como amigo del alma, alma que en mi caso es más tacaña en mi esqueleto, pero mucho más sabia. La pregunta es la siguiente: ¿a qué altura de la existencia puede aparecer la obsesión a la muerte? Pavada de pregunta ¿no? Te confieso que nunca tuve ese metejón pre mortuorio. Siempre me desenvolví como si fuera eterno, es decir inmorible, un neologismo que me parece más adecuado a mi caso. Nunca padecí esa angustia, mejor dicho, nunca hasta hace dos meses, o sea hasta mis 54 años recién cumplidos, cuando detecté un dolorcito estúpido en mi flanco izquierdo, y, por segunda vez en mi vida (la primera fue a los doce años, cuando tuve la tos convulsa) fui atendido por un médico, quien, tras hacerme varios análisis clínicos y ecografías, me volvió a citar en su consultorio, y allí, tras repantigarse como un gorila en una sonrisa odiosa, me espetó, escuetamente y sin anestesia, que el resultado de tantos exámenes era que yo tenía cáncer, y luego, sin diagnóstico augurándome que en el mejor de los casos me quedaban seis meses de roñosa vida. ¿Qué tal pibe? Por eso me vine a México DF, ansioso por desmayarme por última vez en tierra de Pancho Villa y del subcomandante Marcos.
Ante semejante futuro ignominioso tal vez te sorprendas el tono bienhumorado y hasta jodón de mi misiva, pero no me creas. Es puro teatro. Desde cualquier ángulo que la mires, la muerte es una joda. En el fondo me siento como un escombroso finisecular y precinto horas por noche. A veces seis. Mi última confianza es que en mi próximo desmayo mexicano no me despierte en esta confortable habitación 904 sino en la vera de San Pedro. Porque sigo convencido de que Dios no existe pero San Pedro sí. A la espera de tu carta de consuelo, aquí va un abrazote casi póstumo de tu amigo de siempre y hasta nunca, Juan Andrés.